Evolución de la arquitectura dominicana




Nuestra primera arquitectura, la Taína, de paredes de troncos y techos de cana, fue pronto sustituida por los macizos muros de piedra de nuestra Ciudad Colonial, que en sus espacios y fachadas fundió elementos románicos, góticos, renacentistas y barrocos, creando una arquitectura híbrida y ecléctica, que se abría al exterior mediante balcones andaluces de sabor mudéjar y creaba en su interior microclimas con patios interiores poblados de exuberante vegetación.


Más tarde, elementos de la arquitectura moderna, brutalista y neo expresionista también fueron importados a nuestros centros urbanos, mientras nuestros campos y pueblos desarrollaron una arquitectura vernácula y popular donde la presencia de la madera coloreada, los techos inclinados, la galería o terraza y las ventanas de celosías delineaban una arquitectura adecuada al clima y las costumbres locales.

La arquitectura dominicana contemporánea y la manera en que recrea experiencias y memorias locales, arraigadas en los hábitos de nuestra familia y sociedad para producir una arquitectura única y auténtica.


Estos ejemplos de arquitectura dominicana contemporánea rescatan espacios, formas, técnicas y materiales de gran arraigo en la región para producir experiencias multisensoriales que no sólo proyectan la cultura local globalmente, sino que también crean un diálogo con el usuario y enriquecen la imagen de la ciudad.

Las primeras formas arquitectónicas que poblaron la isla Hispaniola fueron los bohíos y caneyes donde habitaban los Taínos, de planta circular o rectangular, con una estructura básica a base de gruesos horcones.


Las paredes se constituían a base de varas o cañas amarradas con bejucos y las cubiertas eran hechas con yaguas, hojas de palma, guano o paja. Los bohíos fueron adoptados por los españoles a partir del siglo XVI, introduciendo algunos cambios como la utilización de tablas para las paredes, la introducción de puertas y ventanas y las divisiones interiores.


Estos bohíos de orígenes remotos han evolucionado para convertirse en la expresión por excelencia de la arquitectura vernácula dominicana, poblando campos, pueblos y provincias.

Esta arquitectura adopta la madera como material, y la galería o terraza como espacio de habitar por excelencia. Los techos inclinados adecuados al clima lluvioso, las ventanas de celosías que permiten la entrada de la brisa, pero tamizan la entrada de la luz, y el diálogo con el entorno, son características distintivas de esta arquitectura, junto a una explosión de color que se convertirá en rasgo típico dominicano.


En 1492, con la llegada de los españoles, se produce un encuentro de dos culturas totalmente distintas, con dos modos de vida y por ende dos tipos de arquitectura doméstica diametralmente opuestas. Para este momento, es obvio que las diferencias culturales producen formas arquitectónicas distintas.

La arquitectura colonial producida por los españoles en los primeros siglos de su estancia en la isla es caracterizada por una fusión de estilos, donde elementos románicos, góticos, renacentistas, platerescos o barrocos son combinados en una misma edificación. Los muros macizos de piedra, los balcones andaluces, los patios interiores rodeados de galerías y arcadas que incorporan el agua y la vegetación creando un microclima dentro de los edificios, los mosaicos de motivos geométricos y las altas puertas y ventanas de madera se convierten en sello distintivo de nuestra arquitectura colonial, junto a un uso peculiar y único de la calle y la acera como extensiones sociales de la vivienda.


Estas dos realidades constituyen nuestros orígenes culturales y arquitectónicos, que se reprodujeron y transformaron durante siglos, hasta poblar nuestros campos y ciudades, arraigándose en la cultura local hasta convertirse en una forma de vida.

Sólo para principios del siglo XX, la arquitectura urbana empieza a evolucionar, primero saliendo de la ciudad intramuros, y constituyendo nuevos ensanches —primero Gazcue, luego Naco. La casa unifamiliar, liberada de las medianeras, ya no necesita el patio interior, y se abre mediante terrazas hacia un patio frontal y posterior, se introducen los muros de hormigón, los techos planos y las marquesinas para el vehículo.


Las terrazas reinterpretan los antiguos patios interiores y balcones andaluces, uniendo la casa con el exterior y buscando las ventilaciones cruzadas, en una aproximación más cercana a la concepción abierta de la casa vernácula, en contacto con la naturaleza y la vegetación.

Para la segunda mitad del siglo XX, el movimiento moderno y tardo moderno deja su impronta en nuestro país, en especial en la ciudad capital, cambiando la fisonomía urbana con un lenguaje universal de superficies blancas, ventanas corridas, plantas libres y techos planos. Sin embargo, elementos como los balcones —que unen interior y exterior—, y los brise –soleil- interpretaciones de las ventanas afrancesadas de madera que permitían el paso de la brisa tamizando el paso del sol, se convierten en protagonistas.


La arquitectura moderna dominicana no es cerrada, ajena al sitio, sino que se abre al mar, sobre todo a nuestro Mar Caribe, y a sus brisas tropicales; además se decora, en ocasiones con revestimientos de mármol o cerámica, en otras con grandes murales que traen color al conjunto.

A finales del siglo XX, la cultura posmoderna empieza a rechazar la importación de estilos y aboga por una arquitectura arraigada al lugar, que apele a códigos locales y populares para comunicarse con su usuario. Robert Venturi plantea que los arquitectos deben estar en contacto con los valores populares y los modos de vida de aquellos que vivirán sus edificios, su bagaje cultural y social. De manera un tanto similar, Aldo Rossi ve en la historia y en los entornos históricos la clave para comprender la memoria colectiva de los pueblos.


En la búsqueda de una arquitectura arraigada a nuestra sociedad y su cultura, el espacio y la materialidad comienzan a convertirse en claves para recrear experiencias y memorias locales. Surgen ejemplos de una arquitectura verdaderamente auténtica, que empieza a comunicar una identidad nacional y a tejer un discurso sobre la dominicanidad.

En una economía cada vez más dependiente del turismo, el país, su cultura y sus tradiciones, también empiezan a mercadearse, pero no como una fachada, sino como una experiencia y un modo de vida. En las últimas décadas, la arquitectura turística dominicana empieza a perfilar una ‘marca país’, que busca diferenciarnos e identificarnos a partir de reinterpretaciones espaciales y formales de gran arraigo en nuestra sociedad.




La primera impresión de un turista al llegar al Aeropuerto de Punta Cana, diseñado por Oscar Imbert, tiene mucho que ver con el pasado indígena isleño y las técnicas ancestrales del uso de la madera, el tronco y la caña. La recuperación de este lenguaje de gran especificidad y pertenencia no se limita a la apariencia externa, sino que se recrea en todos los espacios abiertos, sus recorridos, su sentido artesanal, y sus dimensiones espaciales, con sus apreciaciones de luces, texturas y brisas.

Este también es el caso de obras como el Club de Playa Caletón, en Cap Cana, de Antonio Segundo Imbert o el Restaurante Porto, en Samaná, de Pérez Morales Arquitectos, ambos enriquecidos magistralmente por el diseño de interiores de Patricia Reid Baquero, cuyos recorridos evocan elementos vernáculos y autóctonos, donde la artesanía local juega un papel primordial.

En cuanto a la cultura habitacional, sobre todo vacacional, arquitectos dominicanos de renombre rescatan en sus diseños, espacios, materiales y sensaciones de larga tradición en nuestra arquitectura, intrínsecamente arraigados en los hábitos de nuestras familias y de nuestra sociedad.

Eddy Guzmán e Isaac Castañeda, para sus casas personales, vuelven a la simplicidad de la madera o la caña, y a los espacios abiertos, donde el interior y el exterior se funden, inspirados en una vida tropical al aire libre.

Por su lado, Antonio Segundo Imbert y Alejandro Marranzini reproducen los patios interiores o los techos inclinados en madera, con una visión sumamente contemporánea, creando obras donde las galerías y las terrazas imperan.

Y por último, Francisco Feaugas logra en sus villas producir experiencias multi-sensoriales mediante interesantes recorridos que se inspiran en una realidad colonial que él recrea sin citas literales, desde el acceso cerrado y macizo, las texturas de las piedras, los pasadizos que de repente abren a patios interiores donde el agua y la vegetación impera y de donde se pasa a espacios intermedios, terrazas que están entre el adentro y el afuera, pérgolas y galerías que permiten un contacto continuo con el paisaje circundante.

Sin embargo, en esta era del hipercapitalismo, no sólo la cultura local es mercadeada por la arquitectura, sino que, en la gran mayoría de los casos, la arquitectura se convierte en la estrategia mercadológica para compañías locales o internacionales. El arquitecto debe entender al público, para entender cómo se sentirá más cómodo. 





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